domingo, 21 de noviembre de 2010

...Entre vías...

Desperté blandiendo una sonrisa impenetrable. Eran cerca de las ocho de la mañana. Era una de esas mañanas diseñadas para quedarte en cama con Whiskey y Tabaco. Pero tenía un plan. Y las nubes, la lluvia y el viento afilado casi me estaban echando a caminar por el puerto. Meditándolo bien, el plan que había trazado no era muy lógico, pero ésa era la gracia. Me había dispuesto a seguir los impulsos. Continuarlos hasta que me encontrase con otro entre las cejas.

Salí de la pensión dirección sur. Era glorioso cómo las olas se estrellaban contra el puerto. Las barquitas parecían entrar en pánico. Y la lluvia entre los rayos de luz del sol recién nacido daban ganas de volverse estatua para contemplar ése espectáculo eternamente. Pero no tenía ni el suficiente abrigo, ni los suficientes medicamentos para planear una pulmonía. Así que estuve caminando a paso ligero, disparando a bocajarro fotos a todo detalle curioso. La parte de la ciudad más cercana al puerto estaba desierta. Tenía un toque entre nostálgico y aterrador. Además, por un extraño motivo las luces de muchos restaurantes seguían encendidas. Sinceramente era la guinda para el aire bohemio que tenía la zona.


Antes de dormirme había preparado la maleta. Tendría que ir rápido a la estación. Para reservar pasaje para ésa misma noche. Noche, ferrocarril, francia y lluvia. Delicioso.
Entré en un bar pequeño y grasiento a unos dos kilómetros del puerto dirección norte, tras el maratón fotográfico. Pedí, chapurreando inglés, al "garçon" un café, dos tostadas, un vaso de zumo de naranja y un paquete de Lucky. Debía tener cara de frío, la taza era un tanque humeante de cafeína. De regalo dos pastitas con sabor a canela. El zumo tenía de naranja lo que los cigarros tenían de nutritivos. Al menos las tostadas eran de pan recién hecho. Pero, crítica a parte, fue un desayuno de campeones. Lo mismo que el precio. Además de cara de frío debía también tener cara de rico.

Camino de la estación cogí un autobús, la lluvia provocó que la calle fuese impracticable. Al llegar cientos de autobuses repletos de gente con caras de frío y ventanillas opacadas del vaho cruzaban las carreteras salpicando los charcos y provocando escenas de tensión en los pasos de peatones.
Madre mía. El vestíbulo de la estación estaba sacado de una película de Spielberg. La entrada era más parecida a una ópera o un palacio que de un intercambiador de transportes. Y las taquillas parecían del siglo XIX. Tardé como veinte minutos en entrar, necesitaba hacer varios millones de fotos de aquello.

Al revisar los horarios de trenes estuve a punto de arrepentirme. No había destinos verdaderamente llamativos. El más lejano era Fréjus. A dónde con un sólo billete podría ir. Y la cosa era no estar reservando cuatro billetes. Tendría que bajar del tren en algún momento. Salí de la estación, fumé un cigarrillo y miré al cielo lluvioso buscando respuesta. Fréjus... ¡Nisiquiera sabía cómo se pronunciaba éso! Aunque, por otro lado, era perfecto. Me alejaría del mar lo suficiente como para echarlo de menos. Así me obligaría a tener que volver a un puerto. Con suerte volvería a ver al Capitán en Italia, cuando llegase. Aunque eso era mucho suponer.
Decidido. Compré un billete de ida hacia Fréjus.


Volví corriendo a la pensión, agarré la maleta, y volví a desacerme a carcajadas cuando noté su peso y observé sus dimensiones. Era pronto, muy pronto. Corrí a una tienda que me había señalado el Guía y compré una maleta de menos tamaño. Y volví a la habitación para desechar lo prescindible de mi petate. Me deshice como de cinco kilos de chorradas. Cosas como media docena de libretas en blanco, enseres de lavabo y unas deportivas que se desmontaban al caminar.
Cuando acabé me apresuré a encontrar el Barco del Guía. Y le expliqué mi nuevo plan. En contra de mi parecer, él, se alegró muchísimo de mi determinación. No sabría explicar si era ilusión por que abandonase su nave o porque de verdad empatizaba mi pretensión de explorar el continente desde las calles. En vez de hacerlo desde mis diarios y a distancia. Insistió en despedirse de mí aquella tarde y hacerlo tomando algo cerca de la estación. Por supuesto, acepté.

Ésta vez le invité yo a varias copas, y mantuvimos una conversación bastante profunda sobre cómo arreglar el mundo de la manera más revolucionaria posible. Aunque en cada silencio incómodo los dos resolvíamos, a carcajadas, al coincidir nuestras miradas.

Con la cámara en el cuello, tras despedirme del Capitán entré en el vestíbulo de la "Gare de Toulón" para disponerme a coger mi tren.
Una vez en el andén indicado ví, muy emocionado, cómo una pareja discutía. Parecía que el chico no quería que la chica emprendiese un viaje. Como hablaban en francés entendí sólo varios insultos y el empalagoso t'aime saliendo cientos de veces de la boca del joven. La chica, bastante indignada le miró por última vez con una cara de pura ambigüedad forzada. Le besó en la frente y entró en el coche.
Yo, mal acostumbrado al metro de Madrid entré en un vagón cualquiera, pensando que iba a ser tan practicable como el interurbano madrileño. Craso error.

Por lo visto estaba en el coche 7 y el mío era el número 3, justo el anterior al vagón cafetería. Según mi billete mi vagón estaba dividido en cabinas. Con una alegría renovada, esperando estar sólo en mi habitáculo emprendí la aventura de caminar de vagón en vagón, mientras me perdía la melancólica puesta en marcha del motor con todas esas despedidas a través de la ventana. Pero, finalmente, tras recibir varias reprimendas de revisores, azafatas y viajeros llegué a mi cabina. Y entré.

Allí estaba, la chica con cara anodina que acababa de despedirse en la estación, mirando a través de la ventanilla las farolas de Toulón. Como si esperase volver a ver el rostro del joven entre alguno de los coches que pasaba.
Al intuír mi presencia giró la cabeza repentinamente -"Buenas noches. Creo que te he robado el sitio. ¿Te importa que me quede aquí? Ya he acomodado mis cosas y prefiero estar a contra marcha."- dijo en un inglés afrancesado. ¡Vaya! La chica además de encantadora era dicharachera.
-"No te preocupes, yo prefiero ver a dónde voy. Por eso empecé el viaje."- Le respondí, pasándome de prepotente.
-"¿A dónde te diriges? ¿Vas también a Le Cannet des Maures? A mí me espera una larga temporada allí"- Dijo con ganas de entablar una conversación.

Estaba hablando conmigo como si nos hubieramos visto antes. Y si no estuviera completamente seguro, hubiera pensado que ya la conocía.
Tardé en responder varios segundos, mientras miraba aquellos ojos verdosos. Lucía una melena rubia suelta. Sonrisa de niña y mirada de sabio. Rápidamente me fijé en sus pulseras y alhajas. Llevaba muy poco equipaje y muchos pendientes. Plumas, trenzas de cuero y una profunda tristeza en su voz grave.  Había conocido a alguien. Entre vías. Entre dos puntos de un viaje del cual no sabía a dónde me dirigía. Era precioso. Aquel instante que, ni preparado, ni meditado, ni planeado había surgido con aquella naturalidad.
Ahí, en ese instante, lo comprendí. Debía buscar vivencia en oportunidades inesperadas. Tendría que estar alerta todo el tiempo.

-"No tengo destino fijo. Acabo de proponerme algo nuevo."- Le dije.
-"¿Perdona? Creo que me he perdido."- Dijo entre risas tímidas.
-"¿Te apetece llevar a un desconocido a descubrir aquello que tú ya conoces?"-
-"¿Cómo? No puedo hacer eso. ¡Eres un desconocido!-
-"Eso ya lo he dicho yo."-
-"Dime, ¿cómo te llamas?.- Respondió enseguida, con una mirada de confianza recién estrenada. Tras presentarnos decidió que si al llegar a su destino había conseguido convencerla, lo haría encantada. Si no, tendría que venir conmigo hasta Fréjus. Así tendría más tiempo para persuadirla.

-"¿Qué me dices?, madrileño, ¿Te apetece llevar a una desconocida allí donde vas?"-

Y el tren entró violentamente entre las columnas de un puente. Saliéndo así de Toulón.

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