jueves, 11 de noviembre de 2010

Cuscús

...

Ya sólo pisar tierra era una experiencia extraña. El aire olía distinto. El mar sonaba diferente. Hasta se me había apagado el sabor amargo del cigarrillo. Ante mí sólo podía distintguir todas aquellas barcas de remos y motor de gasoil. La gente hablaba en francés. Durante unos diez minutos me limité a disfrutar de aquel nuevo paisaje porteño. Observé cómo el Capitán hablaba con alguien sobre su barco. Observé a dos chicas jóvenes fotografiando las pasarelas, las amarras, los nombres de las embarcaciones. A la lejanía no dejaban de llegar barcos militares y civiles. Varios muchachos con redes húmedas, y la piel desgastada. Un puesto de souvenires, un pintor portando un lienzo blanco, maravillado por el atardecer que asomaba a la cáscara del mar. Era todo, sencillamente, perfecto.

 El Capitán insistió en hacerme una pequeña ruta por la orilla y presentarme a algunos conocidos. Yo le insté para que inmediatamente me llevase a cenar a algún rincón inolvidable. Era pronto, pero necesitaba saborear aquel ambiente. Ya había hecho mil planes deshechables. Quería perderme en aquella ciudad. Visitar todas sus tiendas y comercios. Beber buen vino. Hablar con los ciudadanos. Pero antes... necesitaba saborear algo nuevo. Un plato especial.

Al cuarto de hora habíamos abandonado el puerto, donde había dejado mi estúpido petate, mi guitarra, cámara, libreta, etc... sólo me tenía a mí mismo. Durante el trayecto mi nuevo Guía, antes Capitán, me habia señalado varios lugares. Una tienda donde comprar el famoso chaleco, una oficina postal, un mostrador donde cambiar dinero, un hostal bastante acogedor y el restaurante donde nos disponíamos a cenar.
Estaba a rebosar. Y nuestra pinta no era muy señorial. El capitan portaba su gorra de cuadros marrón y una gabardina verde oscura. Mis zapatos rechinaban por la humedad. Aun así nos acomodaron una preciosa mesa junto a la ventana. Las vistas daban al sur. Se veía la Iglesia que vi desde la punta del barco antes de amarrar, un transito de gente bastante masivo pero calmado, sin prisa; y entre las callejuelas se distingúia el inmenso mar. Con su ir y venir.
-"Qué va a querer?"- Casi me gritó el Guía.
-"Vaya! No he mirado la carta. Dígale que necesito un minuto. Seré rápido."-
-"Cuscús"- Dijo entre risas.
-"Cómo?"-
-"Pida el cuscús. Hay una anécdota que cuenta que el primer escrito que hay en el que se nombre el cuscús es en ésta ciudad. Hacia el sigo XVII. Es una elección magnífica para una primera comida."-
-"Hecho!, y de beber un buen vino, por favor."-

El Guía se lo tradujo al joven camarero. Y creo que añadió algún chiste de propina. El chico y él se rieron en un francés encantador. Varios minutos después tenía mi primera comida francesa sobre la mesa. Una copa de vino que manchaba la copa al moverlo y un acompañante que cada vez me sorprendía más.
Pedimos solo un plato. Yo de postre me acabé otra copa de vino y salí a la terraza a fumarme el último cigarrillo de mi cajetilla jubilada. Al soltar el aire un aro de humo rodeó la ciudad como si un marco etéreo la hubiese inmortalizado. Ya había anochecido. Y la gigantesca luna llena iluminaba desigualmente el puerto. Las calles se alumbraban con un matiz azulado. Y no había absolutamente nadie en las calles adoquinadas. Se oían cierres bajarse y coches recorrer las calles. Pero ni una voz. Ni un claxon. Decidí caminar lo que aguantase paralelamente al puerto para acabar, finalmente, yendo de vuelta al barco para descansar. Mañana alquilaría durante diez días una habitación. Y le pediría al Capitán que me acompañase a conocer lo que me quedaba por ver.

El simple hecho de respirar aquel aire ya me había desinfectado el cerebro de polución y tensión provenientes de mi antigua ciudad.
El simple hecho de respirar... sólo respirar.

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