lunes, 29 de noviembre de 2010

Vagón Restaurante

...



-"Para convencerte necesito invitarte a una copa. ¿Qué te parece?"- le dije. De pronto estaba muy animado, a la vez que nervioso, pero ella contestó:
-"Que no. Es muy fácil convencer a cualquiera cuando está ebrio. Si quieres te acompaño, pero no tomaré nada."-

Nos levantamos del cubículo y nos dirijimos hacia el vagón restaurante. Mientras tanto en el pasillo y entre la gente bromeábamos sobre la necesidad de alcohol de la gente para intimar o incluso sólo para hablar. Llegamos juntos a la conclusión de que todo el mundo debiera poder desinhibirse sin sustancias externas. Era absurdo.

El vagón restaurante bien podía estar construído ayer. No había espacio más frio y menos íntimo en todo el tren. Comenté entre risas que preferiría estar charlando con ella en el baño del vagón antes que allí. Lo que produjo un pequeño malentendido. Nada que no se solucionase rápidamente.
Ella tenía 19 años. Acababa de abandonar a su novio en Toulón, quien al día siguiente partía con el ejercito desde el Puerto Militar. Habían estado dos semanas de pareja idílica por la ciudad. Hasta que el chico le explicó que tendría que irse y tardaría varias semanas en volver. A lo que la joven respondió con una monumental rabieta, y enseguida cogió el tren. -"Me niego a esperarte yo sola en una ciudad donde casi no conozco a nadie. Además, no tengo tanto dinero, me iré a casa."-

Finalmente me dejó invitarla a un refresco, a lo que yo acompañé con una copa de vino.

Ella me hizo cientos de preguntas. Desde mi ciudad a mi viaje. Desde la niñez a la actualidad. Desde mi ropa a mi alma. Hablamos sobre mi guitarra y mi cámara de fotos. Me delaté al descubrir que no sabía nada, o casi nada, sobre Toulón. Comentó que era absurdo que si iba a una ciudad no me quedase al menos diez días. En Toulón estuve sólo 48 horas, y veinte de ellas dormido.
Me explicó amablemente que si conseguía convencerla para ir con ella a Le Cannet des Maures no me iba a tolerar que comprase un billete hacia ningún sitio hasta que me conociese la ciudad bien. -"La ciudad se conoce en las calles. Al amanecer. Yendo a comprar el almuerzo. Caminando al atardecer en silencio entre sus plazas y jardines. Tú de toulón sólo conoces barcos y restaurantes de segunda..."-

De pronto un sentimiento de traición como una mano gélida me arropó el corazón, y, dejando diez euros sobre la barra del vagón volé hacia mi asiento en el coche número tres. Oyendo perféctamente cómo ella iba tras de mí. -"Oye! oye, oye! Qué ha pasado?"-

Resultaba que sí, que era cierto. Tenía una extraña sensación de abandono en éste viaje. Me daba miedo salir a la calle. Me resultaba dificil saber qué hacer. Total, estaba yo solo.

Me senté en mi asiento, mirando por la escotilla aquella, llena de vaho. Y ella entró.

-"Mira, sé perfectamente cómo te sientes. Yo estoy igual. Pero resulta, que ahora sí tienes con quien compartir el momento perfecto que andas buscando. Perdóname si he sido violenta. Te imaginaba un chico de mundo. Y veo que recién acabas de salir del cascarón"- Dijo con una sonrisa tan tierna que sólo pude imitarla.
-"Vamos, déjame invitarte a la segunda copa. ¿Vale?"-

De pronto había envejecido diez años. Y me cogió de la mano con una firmeza aplastante.
Pero había abandonado algo en los minutos anteriores. Sentía que mi espalda pesaba menos. Y el tren iba más deprisa.

domingo, 21 de noviembre de 2010

...Entre vías...

Desperté blandiendo una sonrisa impenetrable. Eran cerca de las ocho de la mañana. Era una de esas mañanas diseñadas para quedarte en cama con Whiskey y Tabaco. Pero tenía un plan. Y las nubes, la lluvia y el viento afilado casi me estaban echando a caminar por el puerto. Meditándolo bien, el plan que había trazado no era muy lógico, pero ésa era la gracia. Me había dispuesto a seguir los impulsos. Continuarlos hasta que me encontrase con otro entre las cejas.

Salí de la pensión dirección sur. Era glorioso cómo las olas se estrellaban contra el puerto. Las barquitas parecían entrar en pánico. Y la lluvia entre los rayos de luz del sol recién nacido daban ganas de volverse estatua para contemplar ése espectáculo eternamente. Pero no tenía ni el suficiente abrigo, ni los suficientes medicamentos para planear una pulmonía. Así que estuve caminando a paso ligero, disparando a bocajarro fotos a todo detalle curioso. La parte de la ciudad más cercana al puerto estaba desierta. Tenía un toque entre nostálgico y aterrador. Además, por un extraño motivo las luces de muchos restaurantes seguían encendidas. Sinceramente era la guinda para el aire bohemio que tenía la zona.


Antes de dormirme había preparado la maleta. Tendría que ir rápido a la estación. Para reservar pasaje para ésa misma noche. Noche, ferrocarril, francia y lluvia. Delicioso.
Entré en un bar pequeño y grasiento a unos dos kilómetros del puerto dirección norte, tras el maratón fotográfico. Pedí, chapurreando inglés, al "garçon" un café, dos tostadas, un vaso de zumo de naranja y un paquete de Lucky. Debía tener cara de frío, la taza era un tanque humeante de cafeína. De regalo dos pastitas con sabor a canela. El zumo tenía de naranja lo que los cigarros tenían de nutritivos. Al menos las tostadas eran de pan recién hecho. Pero, crítica a parte, fue un desayuno de campeones. Lo mismo que el precio. Además de cara de frío debía también tener cara de rico.

Camino de la estación cogí un autobús, la lluvia provocó que la calle fuese impracticable. Al llegar cientos de autobuses repletos de gente con caras de frío y ventanillas opacadas del vaho cruzaban las carreteras salpicando los charcos y provocando escenas de tensión en los pasos de peatones.
Madre mía. El vestíbulo de la estación estaba sacado de una película de Spielberg. La entrada era más parecida a una ópera o un palacio que de un intercambiador de transportes. Y las taquillas parecían del siglo XIX. Tardé como veinte minutos en entrar, necesitaba hacer varios millones de fotos de aquello.

Al revisar los horarios de trenes estuve a punto de arrepentirme. No había destinos verdaderamente llamativos. El más lejano era Fréjus. A dónde con un sólo billete podría ir. Y la cosa era no estar reservando cuatro billetes. Tendría que bajar del tren en algún momento. Salí de la estación, fumé un cigarrillo y miré al cielo lluvioso buscando respuesta. Fréjus... ¡Nisiquiera sabía cómo se pronunciaba éso! Aunque, por otro lado, era perfecto. Me alejaría del mar lo suficiente como para echarlo de menos. Así me obligaría a tener que volver a un puerto. Con suerte volvería a ver al Capitán en Italia, cuando llegase. Aunque eso era mucho suponer.
Decidido. Compré un billete de ida hacia Fréjus.


Volví corriendo a la pensión, agarré la maleta, y volví a desacerme a carcajadas cuando noté su peso y observé sus dimensiones. Era pronto, muy pronto. Corrí a una tienda que me había señalado el Guía y compré una maleta de menos tamaño. Y volví a la habitación para desechar lo prescindible de mi petate. Me deshice como de cinco kilos de chorradas. Cosas como media docena de libretas en blanco, enseres de lavabo y unas deportivas que se desmontaban al caminar.
Cuando acabé me apresuré a encontrar el Barco del Guía. Y le expliqué mi nuevo plan. En contra de mi parecer, él, se alegró muchísimo de mi determinación. No sabría explicar si era ilusión por que abandonase su nave o porque de verdad empatizaba mi pretensión de explorar el continente desde las calles. En vez de hacerlo desde mis diarios y a distancia. Insistió en despedirse de mí aquella tarde y hacerlo tomando algo cerca de la estación. Por supuesto, acepté.

Ésta vez le invité yo a varias copas, y mantuvimos una conversación bastante profunda sobre cómo arreglar el mundo de la manera más revolucionaria posible. Aunque en cada silencio incómodo los dos resolvíamos, a carcajadas, al coincidir nuestras miradas.

Con la cámara en el cuello, tras despedirme del Capitán entré en el vestíbulo de la "Gare de Toulón" para disponerme a coger mi tren.
Una vez en el andén indicado ví, muy emocionado, cómo una pareja discutía. Parecía que el chico no quería que la chica emprendiese un viaje. Como hablaban en francés entendí sólo varios insultos y el empalagoso t'aime saliendo cientos de veces de la boca del joven. La chica, bastante indignada le miró por última vez con una cara de pura ambigüedad forzada. Le besó en la frente y entró en el coche.
Yo, mal acostumbrado al metro de Madrid entré en un vagón cualquiera, pensando que iba a ser tan practicable como el interurbano madrileño. Craso error.

Por lo visto estaba en el coche 7 y el mío era el número 3, justo el anterior al vagón cafetería. Según mi billete mi vagón estaba dividido en cabinas. Con una alegría renovada, esperando estar sólo en mi habitáculo emprendí la aventura de caminar de vagón en vagón, mientras me perdía la melancólica puesta en marcha del motor con todas esas despedidas a través de la ventana. Pero, finalmente, tras recibir varias reprimendas de revisores, azafatas y viajeros llegué a mi cabina. Y entré.

Allí estaba, la chica con cara anodina que acababa de despedirse en la estación, mirando a través de la ventanilla las farolas de Toulón. Como si esperase volver a ver el rostro del joven entre alguno de los coches que pasaba.
Al intuír mi presencia giró la cabeza repentinamente -"Buenas noches. Creo que te he robado el sitio. ¿Te importa que me quede aquí? Ya he acomodado mis cosas y prefiero estar a contra marcha."- dijo en un inglés afrancesado. ¡Vaya! La chica además de encantadora era dicharachera.
-"No te preocupes, yo prefiero ver a dónde voy. Por eso empecé el viaje."- Le respondí, pasándome de prepotente.
-"¿A dónde te diriges? ¿Vas también a Le Cannet des Maures? A mí me espera una larga temporada allí"- Dijo con ganas de entablar una conversación.

Estaba hablando conmigo como si nos hubieramos visto antes. Y si no estuviera completamente seguro, hubiera pensado que ya la conocía.
Tardé en responder varios segundos, mientras miraba aquellos ojos verdosos. Lucía una melena rubia suelta. Sonrisa de niña y mirada de sabio. Rápidamente me fijé en sus pulseras y alhajas. Llevaba muy poco equipaje y muchos pendientes. Plumas, trenzas de cuero y una profunda tristeza en su voz grave.  Había conocido a alguien. Entre vías. Entre dos puntos de un viaje del cual no sabía a dónde me dirigía. Era precioso. Aquel instante que, ni preparado, ni meditado, ni planeado había surgido con aquella naturalidad.
Ahí, en ese instante, lo comprendí. Debía buscar vivencia en oportunidades inesperadas. Tendría que estar alerta todo el tiempo.

-"No tengo destino fijo. Acabo de proponerme algo nuevo."- Le dije.
-"¿Perdona? Creo que me he perdido."- Dijo entre risas tímidas.
-"¿Te apetece llevar a un desconocido a descubrir aquello que tú ya conoces?"-
-"¿Cómo? No puedo hacer eso. ¡Eres un desconocido!-
-"Eso ya lo he dicho yo."-
-"Dime, ¿cómo te llamas?.- Respondió enseguida, con una mirada de confianza recién estrenada. Tras presentarnos decidió que si al llegar a su destino había conseguido convencerla, lo haría encantada. Si no, tendría que venir conmigo hasta Fréjus. Así tendría más tiempo para persuadirla.

-"¿Qué me dices?, madrileño, ¿Te apetece llevar a una desconocida allí donde vas?"-

Y el tren entró violentamente entre las columnas de un puente. Saliéndo así de Toulón.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Ferrocarril

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La cama era tan cómoda, en comparación con la del barco, que desperté sobre las once. La pensión donde había reservado la habitación bien parecía la casa de un vampiro adolescente. Un ventanuco en la pared, desde el que se veía el ladrillo de la pared de en frente. El suelo de azulejos oscuros y las paredes pintadas de un granate muy cargado. Lo bueno era que con ésa decoración era muy fácil dormir. Aun así olía todo el pasillo a tostadas y café; además había toda una ciudad esperando para conocerme. Decidí ducharme, ponerme ropa cómoda y bajar a desayunar.

Había soñado con oleaje y niebla. Al llegar a la pensión la niebla había devorado la ciudad. Estuve durante varios minutos buscando un lugar donde vendiesen tabaco. Pero no supe ni dónde y a quién preguntar. Por lo que pude disfrutar de imágenes preciosas de las calles inundadas de vapor. Y las formas que provocan las sombras en la neblina. Así hasta llegar a mi habitación, esclavo del sueño.

Pedí dos tostadas, un zumo, un café y un paquete de cigarrillos. Por lo que me me costó el tabaco bien podría haber desayunado en Madrid yo y un acompañante. Pero eso sí, el desayuno estaba delicioso.
Según el Guía hoy tendría tiempo de sobra para visitar parte de la ciudad. Me dijo varios sitios que apunté apresuradamente, así que, al intentar leerlos en mi libreta sólo pude descifrar ciertas letras, y un sólo nombre "Teleférico Mont Faron". Según el Guía podría ver yendo y una vez allí buena parte del lugar. Entre autobuses y el propio viaje del teleférico. También así podría conocer gente y más sitios que visitar al día siguiente. O esa misma noche. Así que cogí un pequeño macuto y me puse en marcha.

Cincuenta minutos después de salir del comedor de la pensión ya estaba harto de la ciudad. Caminaba con tanta rapidez que se me habían agarrotado las plantas de los pies. Y hacía un día horrible. Bien parecía que podía estar en Londres, con tantos coches, cláxones y viandantes enfadados. ¡No podía ser! Ayer todo el mundo era amable y acogedor. Debía ser cosa mía. Debía encontrar una parada del autobús número 40, pero antes comprar un bono de transporte diario. Creí entender en la recepción que incluía viaje en autobús, teleférico y barco. Así que no me importó comprarmelo. Aunque ya empezaba a pensar en mi presupuesto diario. Encontré una tienda donde vendían los billetes de transporte. Y justo delante tenía la parada correspondiente. Inconscientemente habia seguido las indicaciones que el Guía me habia hecho el dia anterior.

Veinte minutos después había llegado al teleférico. Salí del autobús. Esperé varios minutos, fumando un cigarro apoyado en la parada del 40, y decidí. Nada de teleférico. Volvería desde donde estaba hasta la pensión caminando. Había descubierto que la ciudad tenía Zoo, tenía varios bares nocturos, infinidad de restaurantes y, lo más importante, tenía una estación de ferrocarril. Iría caminando tranquilo, hacia el sur, desde Mont Faron hasta la pensión, fotografiaría todo lo que viera. Al día siguiente estaría visitando los lugares que parecieran más interesantes. Y al tercer día abandonaria el Barco del Capitán para continuar el viaje en ferrocarril.

Nunca había estado en un ferrocarril extrangero.
Me encantaba la idea. Ferrocarril francés.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Cuscús

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Ya sólo pisar tierra era una experiencia extraña. El aire olía distinto. El mar sonaba diferente. Hasta se me había apagado el sabor amargo del cigarrillo. Ante mí sólo podía distintguir todas aquellas barcas de remos y motor de gasoil. La gente hablaba en francés. Durante unos diez minutos me limité a disfrutar de aquel nuevo paisaje porteño. Observé cómo el Capitán hablaba con alguien sobre su barco. Observé a dos chicas jóvenes fotografiando las pasarelas, las amarras, los nombres de las embarcaciones. A la lejanía no dejaban de llegar barcos militares y civiles. Varios muchachos con redes húmedas, y la piel desgastada. Un puesto de souvenires, un pintor portando un lienzo blanco, maravillado por el atardecer que asomaba a la cáscara del mar. Era todo, sencillamente, perfecto.

 El Capitán insistió en hacerme una pequeña ruta por la orilla y presentarme a algunos conocidos. Yo le insté para que inmediatamente me llevase a cenar a algún rincón inolvidable. Era pronto, pero necesitaba saborear aquel ambiente. Ya había hecho mil planes deshechables. Quería perderme en aquella ciudad. Visitar todas sus tiendas y comercios. Beber buen vino. Hablar con los ciudadanos. Pero antes... necesitaba saborear algo nuevo. Un plato especial.

Al cuarto de hora habíamos abandonado el puerto, donde había dejado mi estúpido petate, mi guitarra, cámara, libreta, etc... sólo me tenía a mí mismo. Durante el trayecto mi nuevo Guía, antes Capitán, me habia señalado varios lugares. Una tienda donde comprar el famoso chaleco, una oficina postal, un mostrador donde cambiar dinero, un hostal bastante acogedor y el restaurante donde nos disponíamos a cenar.
Estaba a rebosar. Y nuestra pinta no era muy señorial. El capitan portaba su gorra de cuadros marrón y una gabardina verde oscura. Mis zapatos rechinaban por la humedad. Aun así nos acomodaron una preciosa mesa junto a la ventana. Las vistas daban al sur. Se veía la Iglesia que vi desde la punta del barco antes de amarrar, un transito de gente bastante masivo pero calmado, sin prisa; y entre las callejuelas se distingúia el inmenso mar. Con su ir y venir.
-"Qué va a querer?"- Casi me gritó el Guía.
-"Vaya! No he mirado la carta. Dígale que necesito un minuto. Seré rápido."-
-"Cuscús"- Dijo entre risas.
-"Cómo?"-
-"Pida el cuscús. Hay una anécdota que cuenta que el primer escrito que hay en el que se nombre el cuscús es en ésta ciudad. Hacia el sigo XVII. Es una elección magnífica para una primera comida."-
-"Hecho!, y de beber un buen vino, por favor."-

El Guía se lo tradujo al joven camarero. Y creo que añadió algún chiste de propina. El chico y él se rieron en un francés encantador. Varios minutos después tenía mi primera comida francesa sobre la mesa. Una copa de vino que manchaba la copa al moverlo y un acompañante que cada vez me sorprendía más.
Pedimos solo un plato. Yo de postre me acabé otra copa de vino y salí a la terraza a fumarme el último cigarrillo de mi cajetilla jubilada. Al soltar el aire un aro de humo rodeó la ciudad como si un marco etéreo la hubiese inmortalizado. Ya había anochecido. Y la gigantesca luna llena iluminaba desigualmente el puerto. Las calles se alumbraban con un matiz azulado. Y no había absolutamente nadie en las calles adoquinadas. Se oían cierres bajarse y coches recorrer las calles. Pero ni una voz. Ni un claxon. Decidí caminar lo que aguantase paralelamente al puerto para acabar, finalmente, yendo de vuelta al barco para descansar. Mañana alquilaría durante diez días una habitación. Y le pediría al Capitán que me acompañase a conocer lo que me quedaba por ver.

El simple hecho de respirar aquel aire ya me había desinfectado el cerebro de polución y tensión provenientes de mi antigua ciudad.
El simple hecho de respirar... sólo respirar.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Ya no se ven gaviotas.

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Hace 27 horas que emprendí el viaje desde la habitación de mi antigua casa.
Hoy hace un día perfecto para navegar. Aun con un poco de frío el sol se contonea en el cielo como una mujer recién maquillada, las nubes dan el perfecto paisaje a un mar tranquilo con corrientes tranquilas.
El barco, ahora que lo miro... es tan antiguo que podríamos llamarlo vintage. El Capitán me explicó ayer, antes de acostarme, que era lo único que le quedaba de su familia. Al parecer era un empresario heredero.
Aunque, curiosamente, ya no tenía a nadie bajo su cargo.

Debíamos estar en un punto indeterminado entre dos islas. Antes de levantarme oí cómo el Capitán había estado hablando con alguien. Una pena, me había perdido el primer puerto por pura remolonería. Normal, anoche me costó más de lo normal conciliar el sueño. Ésta mañana la habitación olía a Pub recién abierto, entre la ceniza, el sudor y la mezcla de salitre y óxido.
Estuve escribiendo un rato. "Ya no se ven gaviotas, ¿dónde me he metido?" Parecía la única forma de espantar a los fantasmas del pasado.

Recordé a mi Padre y a mi Madre. Llevaron una vida muy dura. Una vivencia de frustración y sueños rotos por el dinero y la responsabilidad. Hasta hace poco más de un día mi experiencia parecía calcada.
Ahora parece que todo ha dado un giro brusco; hacia donde ni yo sé.
La música del camarote principal estaba puesta muy alta. Era una canción norteña. Algo así como un ritmo de cabaret mezclado con una voz ronca. Creo que era un tema de Nick Cave. Entre eso y la humareda que habían generado mis cigarros terminé durmiendome hacia las cuatro de la mañana.

En fin, ya estaba despierto. Ya no hay oscuridad aterradora. Hoy creo que atracaremos en puertos franceses. Toulon creí leer en la ruta de embarque. Es una ciudad al sur de Francia. Actualmente tiene uno de los puertos militares más grandes del país y cuenta con una economía estancada en puntos altos.
Según he podido saber resulta ser una ciudad con suerte debido a su colocación geográfica. Es gracioso, salgo de un barrio militar en Madrid, para atracar en el primer puerto militar de Francia. Espero que aquí, al menos, los militares no demuestren sus aprendizajes con los extraños. Aunque ya estoy curado en salud.

-"Nos quedan aún 25 minutos de viaje. Puede usted tomar algo de merendar tranquilamente"- Dijo sorprendiéndome por la espalda el Capitán.
-"¿25 minutos?...pero si ya puedo ver desde aquí los edificios."-
-"No se crea usted que atracar un barco es llegar y amarrar. Primero, hay que seguir la ruta marcada. Segundo, hay que contactar por radio con el puerto. Para asegurarnos que tenemos un hueco para atracar. Tercero, hemos pasado la frontera de un país. Hay todo un tramite de seguridad antes de que te dejen poner pie en tierra. Habrá traido el Pasaporte, no me gusta que la gente esté en mi barco sin la documentación obligatoria."- Era extraño, el Capitán era muy extraño. A veces parecía un pescador jubilado masticando cualquier cosa mientras hablaba. Y otras tenía pinta de un verdadero profesional especializado en burocracia y tecnicismos marítimos. Siendo lo que sea, me hace sentir seguro en aguas desconocidas.

Encendí un cigarro en popa. No me apetecía ver el skyline de otra ciudad. Ciudad significaba ancla para mí. Significaba hospedaje, trabajo, amistades, amor... cosas que habían quedado atrás en el Puerto de Barcelona. Donde, por cierto, fui en busca de todo aquello. Aunque no pude soportar la curiosidad. ¿Había emprendido un viaje, no? Había decidido vivir nuevas culturas e idiomas. Todo el mundo estaba ahora bajo mis pies. Giré la cabeza y allí estaba mi primer puerto extrangero, Toulon. A unos dos kilómetros se veía un edificio color ocre con pinta de iglesia románica. Miles de pequeñas barcas de pescadores se multiplicaban al rededor de las pasarelas. Como el nuestro habría unos cincuenta o sesenta barcos medianos de tripulantes. Y más hacia la derecha se apreciaban buques del ejército a la lejanía. En las aceras del puerto había unas farolas de aspecto romántico. Parecidas a farolillos. El olor era único. Entre alquitrán, pescado, leña y monte.

Lo había conseguido. Estaba lejos de casa.

martes, 9 de noviembre de 2010

Las lágrimas del cielo.

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El barco zarpó a las 23 horas. Sin rumbo fijo. Flota sobre el perfil oceánico como una pluma se eleva con las corrientes de aire. Se ve a popa la sombra de mi pasado. Abrupta. Hincada sobre el tranquilo mar. Como un pelo enquistado sobre una suave y tersa piel. En el horizonte de proa, en cambio... sólo hay un dibujo de esperanza. Empañado por la brisa marina. Maquillado por las huellas que he dejado atrás. Diseñado por la desesperación que provocó ésta sensación de anhelo.

-"Fíjese"- Dijo el tripulante -"ahí alante, más allá del vacío de olas, tiene usted todo lo necesario para llenar esa enorme maleta."-

Se notaba. Había traído un macuto de unas dimensiones ridículas para un viaje tan largo. El patrón del barco dejó caer, al embarcar, que para un viaje tan largo y ajetreado mi equipaje iba a ser un engorro. Me comentó entre risas, pero muy seriamente, que en el siguiente puerto podría encontrar unos chalecos con los bolsillos necesarios.
Muy a menudo pensaba en que la gente sostenía sobre sus brazos el peso de un botín caducado. Entre recuerdos, nostalgias, amuletos, regalos e idioteces. Es inquietante, ahora, pararme a descubrir que yo no soy tan diferente.
El sol estaba al filo del lecho nocturno. Parecía que iba a darse un baño para celebrar mi viaje.

Sí, lo volví a pensar. Tendría que haber hecho una agenda con cada lugar que quería visitar, cada palabra que debía aprender, cada rincón que conquistar, cada contacto al que llamar. Pero más tarde decidí parar en cada puerto. Tomarme varios días. Si era necesario me quedaría un mes en cada ciudad. Aprender a sobrevivir con lo que en su momento presumí imprescindibles. Aunque, un hombre de mar, y de mundo, como El Capitán, me acaba de enseñar lo contrario. No hay objetos más imprescindibles que el vestuario, el dinero suficiente para vivir al día y tú mismo. A lo cual, por supuesto, de primeras respondí con una escandalosa carcajada.
Pero si te paras a pensar, es lo correcto... y lo más sano.

Encendí un cigarrillo en el pico de proa. Viendo el anochecer. Me encantó descubrir que voy hacia el Este. Veré durante unos días el sol nacer.
Poco después de que el sol se durmiera empezó a llover.
Era como el llanto de mi Madre al irme, lágrimas caídas del mismísimo cielo.